Quien no ha visto una dehesa en abril no sabe lo que es una primavera. Las
intensas lluvias de marzo han aportado al campo una vitalidad que ya casi habíamos
olvidado. Abruma el exuberante tapiz de hierba que arropa el empapado suelo del
encinar. En su innumerable diversidad, cada planta, cada arbusto, luce florecillas de
caprichosas formas y colores que se combinan sobre el verde lienzo con el arte que solo
el virtuoso pincel de una dehesa sabe pintar.
Y hablando de diversidad, ya están aquí recién llegados de sus cuarteles africanos
la respetable lista de pajarillos migradores que busca refugio y sustento en las dehesas.
Ruiseñores, oropéndolas, alcaudones comunes, cucos, tórtolas europeas… exhiben sin
recato sus amoríos envolviendo el aire tibio con su variado repertorio de notas
musicales. Avecillas del terreno como mirlos y mojinos comienzan a incubar en sus
elaborados nidos y otras más tempraneras, como los jilgueros y herrerillos, ya
embuchan a la nueva generación, que no tardará en dar sus primeros vuelos.
Todavía no ha decantado el Guadalemar los sedimentos que la generosa lluvia
arrancó a la tierra y discurre brioso entre la espesa vegetación que se abraza a sus orillas.
Un aspecto más aseado muestran los cristalinos arroyos y regatos que bajan cantarines
de las fragosas laderas de Las Mesas para vaciarse en sus lodosas aguas.
Sin rumbo fijo, no era poco lo que iba espantando a mi paso. Si un lagarto rabón
acaparaba momentáneamente mi atención cuando huía despavorido entre mis patas,
también despertó mi curiosidad el sigiloso metro de culebra de herradura que se soleaba
sobre una lastra. Del espinoso tamujar que envuelve al río no acababa de salir de su
encame lo que parecía ser algo de enjundia, a razón del monte que removía en su
alocada carrera. Finalmente apareció cortando mi camino un ágil vareto al que le
bastaron cuatro saltos para hacerse invisible.
Medir prudentemente cada paso recomendaba el envolvente herbazal que por
momentos se me enroscaba en la cintura. A pesar de los continuos tropiezos y
resbalones, no descuidaba lo que se movía en la bóveda de la dehesa, esa infinita atalaya
en la que siempre hay
alguien acechando.
Allí, en las alturas,
descubrí casualmente
a uno de estos
centinelas alados.
Pateaba el
quebrado curso del
arroyo de La Fuente
Seca cuando la
poderosa silueta de
una rapaz proyectaba
su temerosa sombra
sobre los carrascos.
Me faltó tiempo para
ponerle nombre y apellidos con la inestimable ayuda de la potente lente de los
prismáticos: ¡un águila imperial! Un pajizo, en el argot pajarero, cuando nos referimos a
un joven de la especie. Mejor dicho, el pajizo, porque no es la primera vez que le
sorprendo escrutando este vasto territorio. Desde hace dos años vengo siguiendo sus
andanzas y se ha convertido en el personaje más exótico de la variopinta avifauna
local. Desafiante en la copa de un carrasco, sembrando el pánico en la colonia de
cigüeñas que anida junto al puente, o rodeado de buitres, a los que acompaña hasta los
cercones aledaños al pueblo para rebañar alguna migaja de las carroñadas, su
majestuosa estampa no pasa desapercibida.
Curiosamente, se vio envuelto en una
trifulca que protagonizó la aguerrida pareja de águilas perdiceras del territorio.
Nunca faltan cuervos cuando hace acto de presencia una gran rapaz. Es como si
las olieran. Pero estos “inteligentes” córvidos también son motivo de hostilidad y
rechazo allí donde se hacen presentes. Son los gamberros del barrio y su conflictiva
reputación está más que acreditada. En cuanto vieron a la joven imperial comenzaron a
hostigarla, pero no contaban con la presencia de las agresivas perdiceras que
aparecieron por sorpresa para limpiar el
espacio aéreo. Haciendo un picado
desde la otra punta de la comarca, no
tuve claro cuál era su objetivo.
Probablemente los cuervos, pero las he
visto atacar con saña a buitres y águilas
reales, así que la joven imperial, con
buen criterio, se dio por aludida y en un
par de giros se plantó en la
“estratosfera” para librase de la
amenaza. Los bravucones cuervos
soltaban lastre y hacían
garabatos en el aire para
zafarse del furibundo
ataque de sus
perseguidoras. Todavía
deben estar recuperándose
del susto.
Si es interesante todo
lo que corre, repta y vuela
en el reino de la encina, no
lo es menos el espectacular
mosaico de flores que
crece a sus pies. Entre el
variopinto elenco de
plantas abrileñas, destaca por su singularidad y cautivadora belleza las orquídeas.
Es
muy extensa la familia de las orquídeas ibéricas y las hay de formas complejas y colores
diversos, todas ellas de gran belleza, aunque yo solo he localizado tres especies en las
zonas más propicias de la ribera del Guadalemar y en algunos arroyos que se vierten en
sus aguas. En contadas ocasiones he tenido la oportunidad de toparme con estas
discretas plantitas en primavera, pero siempre que he tenido la suerte de dar con alguna,
llaman inmediatamente mi atención y lleno el morral con una buena carga de fotos. Sin
entrar en descripciones técnicas, cabe destacar que estas plantas están entre las especies
más numerosas y evolucionadas, llegando a imitar la forma de los insectos que las
polinizan, emitiendo, incluso, seductoras fragancias para engañarlos. Por su
espectacular inflorescencia, de un
intenso color púrpura, quizá las más
bonita que encontramos en
puntos muy
localizados de Garbayuela es Orchis
papilonacea; entre las que imitan la
forma de una abeja Ophrys
tenthedrinifera es la más común; algo
más abundante en determinadas zonas
encharcadas es la Serapia lingua,
aunque es igual de llamativa por la
peculiar forma de su flor. Tan bellas
como efímeras, si se dan las
condiciones, apenas nos deleitan con su
espectacular floración unas semanas.
Reducidas a un tubérculo en la época
más desfavorable, no las volveremos a
ver hasta la siguiente primavera.
Caía la tarde cuando llegué a la
quebrada ladera que se yergue sobre el
Charco de los Curas, oculto bajo las
aguas hasta que el estío lo arranque del río. Contemplando el bellísimo paisaje envuelto
en melodías de ruiseñor, recordaba con espanto el pasado mes de abril sin primavera,
porque si la hubo, fue en el calendario. No deja de asombrarme la capacidad de
regeneración que tiene esta tierra, de su generosidad y de su férrea resistencia a los
extremos. Tierra sufrida en calma agradecida, donde hace un año solo había polvo y
lamentos, hoy nos regala su abundancia y bulle gozosa de vida.
“El Observador"
(Jesús Manuel García Luengo)
Un relato muy ilustrativo, las orquídeas preciosas y el arroyo de la fuente seca, dónde está???
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Mari. El arroyo de la Fuente Seca confluye con el Guadalemar enfrente del Cerro del Molino, en el tramo de río donde vierte la depuradora. Cuando llueve intensamente discurre desde Las Mesas con un considerable caudal formando pequeñas pozas y cascadas. Para que te orientes, lo puedes ver en el SIGPAC. Muchas gracias.
ResponderEliminarLas fotos muy bonitas. La redacción magistral.
ResponderEliminarPoesía en la vivencia.
Todos vemos lo que cuentas pero aunque sentimos sensaciones no somos capaces de expresarlas de esa manera. Sigue deleitándonos con esos escritos para disfrutar de ellos y ayudar a enterarnos de lo que tenemos tan cerquita.
Mi más sincera y admirada felicitación.
Muchas gracias por tu comentario, Rodri. Es de agradecer que la fiel descripción de nuestro entorno natural despierte interés y sensaciones tan positivas. Seguiremos publicando y mostrando nuestros extraordinarios valores naturales. Gracias.
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