viernes, 17 de marzo de 2023

RIO SIRUELA

 

       Un relato mas que el Observador de la naturaleza, Jesús M. García Luengo, nos trae hoy. Vivencia pasada y disfrutada que comparte con nosotros.

30-5-2011 RÍO SIRUELA.

Los tonos amarillos comienzan a imponerse en las dehesas anunciando el cambio de ciclo que inexorablemente se hará dueño en los próximos meses. El aroma dulzón de las retamas en plena floración perfuma la brisa cálida de mayo tardío y la bella Digitalis pone el punto de color allí donde la dehesa se quiebra. La incesante melodía de la oropéndola evoca tierras lejanas y la perdiz arropa a los pollitos que hoy presentó a la primavera. Pajarillos nuevos reclaman atenciones a cada paso; un conejillo huye asustado del tamujo haciendo dibujos y la cigüeña negra, siempre majestuosa, me sobrevuela indiferente al ciento largo de buitres que se dan un festín en la loma pelada. Huele a tomillo, a jara, a cantueso, a tierra mojada; la dehesa bulle de vida; la dehesa no puede estar más guapa.

La tarde se presentaba nublada y fresca después de los abundantes chaparrones que día tras día han sido la tónica de este inestable mes de mayo. Las tormentas que no han dejado de descargar agua y granizo hasta la fecha, le han dado al campo una vitalidad extraordinaria y, en resumidas cuentas, aunque ha habido grandes oscilaciones en las temperaturas, el agua ha sido muy beneficiosa.

Cigüeña negra ( Foto Jesús García Luengo)


Esta vez elegí el margen derecho del río, mucho más quebrado y cubierto de un denso pasto que me llegaba hasta las rodillas. Crucé varios arroyos, exploré las vaguadas tan querenciosas para las rapaces. Localicé otro nido, presumiblemente de la pareja de ratoneros que hace años que no consiguen reproducirse. A pesar de estar literalmente forrado de bonitos y laboriosos nidos de gorrión moruno, la reconstruida plataforma estaba vacía.

Paseaba por el mar de encinas dejándome llevar, atento a cada movimiento, unas veces subiendo y otras bajando, recreándome en cada detalle; todo era estimulante para los sentidos. Después de dos horas de lento caminar, el interminable tobogán y el bochorno comenzaban a castigar el cuerpo y el ánimo. Estos momentos en los que el agobio aprieta son ideales para sentarse al abrigo de una encina y recobrar el resuello perdido. El aire fresco y la magnífica panorámica que ofrecía el río, hicieron el resto.

Desandar el camino no fue menos entretenido. La razón me guiaba inconscientemente por las trasegadas veredas que las merinas mantienen a golpe de pezuña mañana y tarde, faldeando cerros unas veces y vadeando arroyos otras. Al ascender por uno de estos regatos, encajonado entre rocas de pizarra tapizadas de clavelinas y espectaculares dedaleras, voló silencioso el “gran duque” alertado por mi inesperada presencia. Conociendo sus costumbres, hice un alto en el camino para inspeccionar la escarpada ladera, donde no tardé en encontrar su refugio. Los numerosos restos y los excrementos que blanqueaban la entrada ponían de manifiesto que aquel hueco, más que un dormidero, había sido el lugar elegido por el búho real para criar a su prole.

El cansancio y la sed empezaban a hacer mella. Las nubes cárdenas se tornaban amenazadoras y el aire molesto obligaba a acelerar el paso, que tres horas después se hacía torpe y pesado. El paseo se hizo más lento y fatigoso de lo que esperaba, ralentizado en buena medida por la incordiosa carga que supone el instrumental óptico, de indudable utilidad, pero un lastre cuando el camino se hace largo y tortuoso.

Traspuesto el enésimo cerro, la visión del viejo puente del río Siruela se me antojó en un vivificante oasis perdido. Sus ocho ojos nunca me parecieron más bellos y profundos. Hasta mi coche parecía haberse transformado en un flamante Audi. Mis tropiezos y delirios no pasaron desapercibidos para el aguililla calzada que llevaba más de un mes echada en su nido. Intenté mantener la compostura, aunque era inevitable no sentirse ridículo ante su mirada burlona.


Jesús M. García Luengo



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