viernes, 31 de marzo de 2023

LAS MESAS DEL GUADALEMAR

 Un relato mas de nuestro colaborador Jesús García Luengo en el que nos descubre paisajes y rincones que, aunque la acción transcurre en el pasado, hoy podemos revivirla aunque la climatología sea distinta. 

29-5-2016 LAS MESAS DEL GUADALEMAR. GARBAYUELA.

¡Qué primavera! Quizás como las de antes, dirían los más viejos. Una de esas primaveras que no se recuerdan por falta de costumbre. Tendría que consultar el diario de campo para compararla con otra que se le parezca. Las dehesas no pueden estar más esplendorosas. Exultantemente verdes, salpicadas de un más exultante mosaico multicolor hasta donde se pierde la vista, ya no le cabe más belleza. Parece mentira en qué se ha convertido el polvoriento y deslucido suelo que majadea la merina en poco más de dos meses de lluvias. ¡Cuánta generosidad! Seguro de no hallarlo, mucho habría que buscar para encontrar una tierra más agradecida que el reino de la encina.

Sin prisa ninguna despedimos a mayo florido y hermoso, que no quiere marcharse aún sin regar con generosos chaparrones una tierra sometida a los rigores de un clima caprichoso, y no pocas veces cruel, que nunca parece calmar su sed.

En vista de que la mañana se presentó lluviosa, ventosa y hasta fresca, aproveché la media tarde, caldeada por el tímido sol que se imponía entre los nubarrones, para patear por las exuberantes dehesas que lucen el margen izquierdo del Guadalemar a su paso por el puente que nos lleva al cercano Tamurejo.

Hacía tiempo que no visitaba esta zona, lo que daba un punto de interés añadido al paseo. El hermoso encinar de la ladera norte de esta parte de Las Mesas se intercala con amplios cercones sin desbrozar, cubiertos de espeso monte de jara y otros arbustos típicos mediterráneos, muy del gusto de animales que buscan refugio en el montarral más fragoso. A medida que ascendía entre el verde herbazal salpicado de flores de variadas formas y colores, me iba encontrando con alguna rara tórtola común y los polluelos recién estrenados de rabilargo y picogordo reclamando atenciones en cada encina. La explosión multifloral saturaba el paisaje por momentos en las zonas más húmedas y abrigadas. En uno de estos bellos rincones sorprendí a un zorro, todavía con el pelo invernal, cuando bajaba a beber a una pedrera en la que no cabía ni una gota más de agua. Las vistas desde este punto eran extraordinarias. Con la sierra de Mirabueno de fondo, a sus faldas se vislumbraba el pueblo entreverado con un paisaje abrumadoramente verde, sutilmente reflejado por los rayos de sol que cortaban el cielo nuboso. Abajo, en el valle, el Guadalemar se abría paso ruidoso entre hermosas praderas, jóvenes fresnos y tamujos, con aspecto inusualmente lodoso. La belleza del vasto territorio obligaba a detener la marcha y dejarse llevar por los sentidos.

Traspuesto el viso, el terreno se vuelve sorprendentemente llano. La caprichosa orografía se torna en una particular meseta que separa los valles del río Siruela y Guadalemar. Continué la marcha entre añosas encinas hasta que decidí volver descendiendo por la adehesada ladera que muere a los pies del río.

No me hubiera percatado de su presencia si no hubiera volado en el último instante desde un espigado carrasco. La enorme y pálida silueta de la culebrera huyó rauda ladera abajo dejando atrás su secreto mejor guardado. Ni siquiera tuve necesidad de recortar las pocas varas de distancia que me separaban de aquella encina para saber que había instalado su nido en una de sus ramas. Su emplazamiento no podía ser más acertado. Un magnífico feudo con impresionantes vistas, aislado de ruidos molestos y curiosos, donde solo se escuchaba el adormecedor soniquete de los cencerros que mecen las borregas y el ladrido impetuoso de los canes del pastor en la lejanía. Aunque no es la primera vez que me topo con uno de estos nidos, no deja de sorprenderme sus pequeñas dimensiones, considerando la envergadura de estas enormes rapaces, que ronda los dos metros. Situado en la copa, sobre una rama lateral que permite un despegue y aterrizaje sin obstáculos, los cuatro palos que formaban la plataforma, apenas perceptible entre el espeso ramaje, hubiera pasado completamente desapercibida de no percatarme de la salida precipitada de la rapaz. Pese a la considerable altura, perdí algunos pasos para ganar perspectiva y curiosear su contenido.

Águila culebrera ( Foto Jesús García Luengo )


El único polluelo que crían las culebreras tenía un inmejorable aspecto en su minúsculo y confortable nido, limpio de excrementos y restos de comida. Vestido de blanco plumón, mantenía una postura erguida y desafiante, abriendo su pico ganchudo, mientras me observaba con sus enormes ojos de un bonito tono marrón, que irá tornándose del característico amarillo que lucen estas rapaces a medida que se vaya desarrollando. Con poco más de dos semanas, sobre la aseada cama de ramas frescas, mostraba un aspecto realmente saludable.

Descubierta casualmente la morada de la familia de culebreras, lo más recomendable era abandonar diligentemente su territorio para no perturbar en exceso la tranquilidad que siempre requiere el delicado periodo de la reproducción. Mientras me alejaba, la propietaria del nido, que en ese momento sobrevolaba el territorio observando mis movimientos, comenzó a inquietarse por alguna razón y entonó un sonoro reclamo. Incluso se lanzó en picado sin motivo aparente. O eso era lo que yo creía. En ese mismo instante otra rapaz de gran envergadura se hizo presente sobre el techo de la dehesa. Momentáneamente la confundí con la clara silueta de otra culebrera, pero al observarla a través de los prismáticos comprobé que se trataba de una poderosa águila perdicera. Desconocedora de los comprometidos terrenos que pisaba, bastó un contundente aviso para hacerle saber que había cruzado la linde y aceleró el paso hasta que se salió de la provincia. Me quedé más tranquilo al saber que las disuasorias maniobras iban dirigidas a otro inoportuno intruso.

Conociendo su escrupulosa vida de pareja, me resultó extraño ver a una solitaria perdicera. Aunque no tenía la certeza, me dio la impresión de que no era uno de los conocidos ejemplares del territorio. Finalmente la perdí de vista en la cercana sierra de Agudo.

Águila culebrera ( Dibujo: Jesús García Luengo)


Caía la tarde cuando llegué a la exuberante ribera del Guadalemar, donde un coro de fogosos ruiseñores desgranaba su bellísimo e inagotable repertorio de melodías imposibles. Agradecí cada nota musical interpretada por estos virtuosos pajarillos durante el tortuoso camino de vuelta. Un aliciente más que añadir al reconfortante paseo entre majestuosas encinas centenarias. La protectora dehesa, que tanto empeño pone en ocultar sus misterios, esta vez me reveló el más escondido. Mimó con generosidad cuerpo y espíritu, pero también quiso regalarme uno de esos fascinantes secretos que guarda celosamente el bosque y no puedo estar más agradecido.


Jesús M. García Luengo.


2 comentarios:

  1. Me he puesto a leer esta comunicación y a medida que leía tenía la sensación de entrar en un mundo fantástico, en un mundo irreal creado por una mente literaria que te abstrae de la realidad y te mete entre las letras, las ideas y los sueños. Me recordaba al superconocido Félix Rodríguez de la Fuente, era la misma sensación que transmitía al describir la naturaleza y los animales. Hay que sentir ese cariño y esa pertenencia a la tierra para poder escribir de esa manera.
    Lo de menos, para mí, es lo que relatas de los animales, lo importante, para mí , es el como nos metes en situación y nos haces vivir esa situación como si estuviera ocurriendo en ese momento.
    Te felicito por lo que escribes y por como lo escribes.

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  2. Gracias, Rodri, por tus comentarios y por tu sensibilidad. Me halaga saber que mis experiencias despiertan sensaciones tan agradables y positivas. Espero y deseo que ese "mundo fantástico" nunca deje de contarnos historias para que siempre haya alguien que pueda transmitirlas. Muchísimas gracias por tus cariñosas palabras.

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